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Yayo Herrero: Contra el Capitalismo del desastre

17 agost, 2022 - Articles

Llevamos varios meses leyendo y escuchando en me-
dios de todas las tendencias que a partir del otoño se
desencadenará una profunda crisis humanitaria. Se
anuncia que, como siempre, afectará más a los países
y sectores de población empobrecidos y que partes
crecientes de población, que no están o no se perciben en riesgo,
engrosarán los porcentajes de empobrecimiento.
Las noticias detallan la confluencia de una serie de factores
que provocan una tormenta perfecta. Los efectos de la crisis del
coronavirus, la crisis energética y la falta de fertilizantes químicos
provocada por la agresión de Rusia a Ucrania, o la disminución
de los rendimientos de las cosechas a causa del cambio climático
son algunos de los que se están destacando en mayor medida.
A la vez, la sucesión de olas de calor, los incendios inapaga-
bles, la amenaza de déficit hídrico, que tarden dos semanas en
darte cita con el pediatra o la subida generalizada de los precios
de alimentos y materias primas, van sumando y provocan una
percepción generalizada de inquietud, tristeza y enfado ante el
desmoronamiento de algunas certezas anteriores, de eso que lla-
mábamos normalidad.
Todo esto ya existía, pero ahora muchos medios de comuni-
cación exponen un presente y futuro distópico. Es una novedad.
Hasta ahora, las crisis materiales interconectadas estaban camu-
fladas y el futuro, tecnológico y moderno, aparecía como un ho-
rizonte esperanzador y deseable. Ahora, dependiendo del color
político del medio, o se buscan chivos expiatorios que canalicen
la rabia y el miedo, o se ofrece un repertorio de soluciones perso-
nalizadas que se resumen en apriétese individualmente el cintu-
rón, búsquese la vida o pase de todo y disfrute, mientras avanza
la dinámica de acumulación, acaparamiento, explotación y ero-
sión de los derechos. Es el capitalismo del desastre.
Lo que a mí más me preocupa es lo que sucede en los ámbitos
progresistas, en las izquierdas y en muchos movimientos socia-
les. Estamos ante el avance de una crisis humanitaria conocida,
prevista desde hace tiempo, que genera comentarios tipo «la que
se va a liar» o «se está preparando una buena», pero ante la que
no hay capacidad de respuesta. Me preocupa la sensación de im-
potencia –e incluso pereza– política a todos los niveles. El exponentemás triste de la pérdida del sentido histórico y político es lo que sucede en los lugares –demasiados, por desgracia– en
los que las izquierdas asumen la inexorable llegada de un gobier-
no de derecha y ultraderecha, y dedican el grueso del tiempo no
a tratar de evitarlo, sino a destrozarse entre sí.
Creo que los movimientos sociales y las izquierdas institucio-
nales se tienen que responsabilizar y actuar coherentemente con
los diagnósticos que se hacen. La cuestión es ver si se puede in-
tentar estar a la altura del momento histórico que nos ha tocado
vivir.
Me da rabia que algunas de nuestras mentes más brillantes,
con mejor o peor estilo, dediquen tanto tiempo y parte de su in-
dudable talento a acusarse mutuamente de maximalistas e intole-
rantes, de reformistas o flojos, o a pontificar desde la estratosfera
de las redes sociales, qué es lo que el pueblo puede ser o no capaz
de entender. Detesto los estériles debates entre los catalogados
como colapsistas y los calificados como newgreendealistas. Me
cargan las alharacas, un tanto machunas, y excesos en los hilos
de Twitter y artículos, las acusaciones mutuas de superioridad
intelectual o de ignorancia.
Todos los contendientes reconocen y comparten que esta or-
ganización social se desmorona y que este desmoronamiento no
es un botón que se aprieta y todo salta por los aires, sino una
degradación paulatina material, política y social que erosiona
desigualmente las condiciones de vida de la gente y favorece el
crecimiento de la desigualdad y la emergencia de la xenofobia, la
misoginia y la violencia.
Comparten, también, la necesidad de transformaciones rápi-
das que conduzcan a la disminución del extractivismo y de las
emisiones, a la adaptación a la «nueva normalidad» del cambio
climático y del declive de energía y materiales, de forma que se
puedan garantizar la cobertura de las necesidades de las perso-
nas, a la vez que se hace hueco al resto del mundo vivo y se
favorecen la restauración y regeneración del funcionamiento de
los ecosistemas. Ya es mucho compartir, me parece a mí. Las ma-
yores diferencias se establecen en torno a los ritmos y las estra-
tegias sociales, políticas y/o electorales para lograrlo. Pues bien,
no hace falta ponerse de acuerdo en todo. Pueden y deben inten-
tarse transformaciones en todos los ámbitos. Que cada cual em-
puje donde crea que es más útil.
En mi opinión, es una obligación conseguir que instituciones
renovadas, como poco, dejen de obstaculizar, y deseablemente
abran paso a otras políticas y a otros discursos sociales. Es ver-
dad que los cambios institucionales siempre parecen pocos, pero
esos pocos tienen una importante repercusión sobre las vidas
de la gente. Mantener una sanidad y educación públicas, apostar
por un cuidado digno de la vida de las personas mayores, garan-
tizar derechos y suministros básicos para todas, proteger el te-
rritorio…
En definitiva, blindar un suelo mínimo de necesidades para
todos y todas en el corto y medio plazo necesita de la política pú-
blica, y obviamente, no da igual quien gobierne. Cualquiera que
estudie, por ejemplo, la política pública en Barcelona, encontrará
evidentes y enormes diferencias con la de Madrid. No será todo a
lo que aspiramos pero no saber encontrar y reconocer la diferen-
cia es un ejercicio irracional y peligroso.
Por otra parte, es más que obvio que alcanzar las institucio-
nes no garantiza tener poder. Y si no tienes detrás a los grandes
medios, a grandes fortunas o al poder financiero y económico;
si te vas a encontrar con la acción de entramados y cloacas que
mienten, confabulan y conspiran, la única forma de llegar y per-
manecer sin claudicar es contar con un apoyo social organiza-
do y sólido, que esté dispuesto a exigir –y a exigirte– debates,
acuerdos y rendición de cuentas.
Los movimientos sociales, por su parte, también tienen la obli-
gación de organizar la resistencia, presionar, desobedecer, abrir
camino, disputar la hegemonía cultural, poner en marcha alterna-
tivas, construir laboratorios de experiencias y tejer núcleos co-
munitarios.
Es absurdo y poco fino tildar los movimientos sociales de inúti-
les o maximalistas. El movimiento ecologista que yo conozco ha
sido capaz de aplicar en todo momento un tremendo pragmatis-
mo utópico. Se han elaborado estudios e investigaciones crucia-
les. Hemos peleado los avances en las leyes, artículo por artículo;
hemos alegado con rigor contra cientos de proyectos, chapuzas
y desastres y se han llegado a acuerdos con gobiernos de todos
los colores sin perder de vista ni dejar de intentar construir una
alternativa que cambiase de raíz las bases de las relaciones con
la naturaleza y entre las personas.
No dudo que quienes hablan de un movimiento ecologista in-
flexible y dogmático se hayan encontrado con personas así pero,
a veces, se hacen afirmaciones de trazo grueso poco dignas de la
finura y capacidad de quienes las hacen. No es, desde luego, mi
experiencia y me encantaría que la capacidad de debatir, escu-
char, cambiar el propio punto de vista, generar liderazgos com-
partidos, intentar resolver creativamente los conflictos internos,
y respetar y apreciar a los y las compañeras que yo he vivido se
extendiese a otros movimientos o a los partidos.
Creo, como dice Bruno Latour, que la racionalidad ecologista,
que reconoce las dependencias materiales humanas y los límites
es la más necesaria en el momento actual. Soy poco dada a los op-
timismos naíf preelectorales y cada vez me carga más el adjetivo
ilusionante como pin que se autoprende en el pecho quien quiere
ilusionar. La ilusión, el compromiso y la fuerza no los genera des-
de luego un informe con datos, pero tampoco una lista electoral
que no esté fuertemente conectada con un movimiento de base.
En este momento de incertidumbre y bajona generalizada, creo
que conviene nombrar a las cosas por su nombre, no eludir los
grandes conflictos, que mucha gente intuye.
Nombrar y diseccionar los problemas no es catastrofista. Hay
una tendencia a confundir los datos con la catástrofe. La catás-
trofe no son los datos por malos que sean. Lo catastrófico es ex-
traviar la pulsión y el deseo intenso de estar vivos, de permane-
cer con vida. Y lo terrible en el plano político es no extender esa
pulsión a la vida de todos y todas.
Sería catastrofista pensar que no hay nada que hacer ante los
datos, que los seres humanos somos un virus, que la historia está
escrita y marcada por el determinismo energético, climático o de
cualquier otro tipo, que el devenir material y político sigue una
trayectoria inexorable o inevitable. La historia no está escrita y
podríamos hacer que pasen muchas cosas que eviten o mitiguen
las proyecciones más negativas.
La economía doméstica, las pensiones, o que se pague un segu-
ro de entierro, muestran que las personas son capaces de prever
y renunciar a algunos bienes en el corto plazo para hacer menos
incierto el futuro. Es catastrofista pensar que los seres humanos
estamos incapacitados para desarrollar una racionalidad de la
precaución y la cautela.
Pero, en mi opinión, también es tremendamente catastrofista
declarar de forma taxativa que lo que sería necesario hacer para
afrontar el desmoronamiento de los sistemas socioeconómicos
fosilistas en tiempos de cambio climático es inviable políticamen-
te. Es otro tipo de determinismo, que viene marcado por la falta
de confianza en lo que las personas pueden comprender y cons-
truir en común.
Si lo necesario en tiempos de potenciales catástrofes es perci-
bido como políticamente inviable, entonces ¿para qué la política?
Esa afirmación, la de que lo que necesitamos sea inviable, sí que
me asusta y me desanima. Si lo necesario no es viable ¿cómo se
van a sostener las vidas? ¿Qué vidas son las que se van a priori-
zar? ¿Cuáles son las que se van a abandonar? ¿A quién –como se
preguntaba Javier Padilla en su libro– vamos a dejar morir? La
ultraderecha lo tiene claro, y por ello en su discurso quiebra la
razón humanitaria. En su lógica, como no caben todos, hay per-
sonas a las que hay que abandonar. Para hacerlo con comodidad
les retira su condición de humanidad y las declara amenaza.
Quienes creemos, como dice Judit Butler, que toda vida per-
dida merece ser llorada, que todas las vidas valen, no podemos
renunciar a lo necesario. Es por eso que creo que la idea de lo
posible no puede ser un horizonte político. Es un peligro que el
alivio y descanso que produce centrarse en eso indeterminado
y ambiguo que llamamos lo posible, haga tragable no llegar a lo
necesario. Otra cosa es que haya que construir las condiciones
de viabilidad, pero si divorciamos el propósito de la política de la
persecución de lo necesario, entonces, creo que la política corre
el riesgo de desorientarse.
El decrecimiento de la esfera material de la economía es un
dato. El declive de energía y materiales, o la disminución de co-
sechas en las que incide el cambio climático o los problemas de
agua son un hecho. Ni el modelo alimentario actual, ni el de trans-
porte, ni el energético, ni el de consumo se sostendrán en un con-
texto de contracción material. Sufrir contracción material en el
orden económico y político actual, sin transformar las relaciones
que se dan en él es situar la política en la balsa de la Medusa, en
donde las únicas opciones son matar o morir.
Quienes no queremos matar o morir debemos esforzarnos por-
que el marco de relaciones y el tablero político sea otro. A mí solo
se me ocurre uno basado en el principio de suficiencia –como
derecho y como obligación–, el del reparto de los bienes y los
deberes, y el de la sostenibilidad de la vida, de todas las vidas,
como principio organizador de la política.
Es obvio, que hay que empezar forzando el umbral de lo posi-
ble, de modo que lo acerquemos cada vez más al de lo necesario.
Podemos aprender de otros. La apuesta, por ejemplo, de Gustavo
Petro y Francia Márquez por un vivir sabroso, consciente de los
problemas territoriales, de la violencia brutal, del extractivismo,
del cambio climático, es un esfuerzo por cambiar el escenario,
por salir de la balsa de la Medusa y construir otras en las que
quepamos todas.
O la de Chile. Llegué a Chile con mi compañero el 26 de octu-
bre de 2019. Días antes de ir, quienes organizaban las charlas que
yo iba a dar me advertían que era posible que no hubiese mucha
receptividad ni asistencia. «Aquí no se mueve nada», decían. La
doctrina del shock aplicada en Chile se había convertido en el pa-
radigma del éxito neoliberal en América Latina. Me contaban que
tantos años de individualismo fomentado, de inexistencia de lo
común y lo público y de educación neoliberal, habían hecho que
no hubiese ningún tipo de posibilidad de mover nada. Solo había
algunos movimientos de protesta sectorial: los pensionistas, el
movimiento contra los peajes en las carreteras, la juventud, las
afectadas por problemas de salud mental, la defensa de las fuen-
tes de agua, los feminismos…
El 19 de octubre se había producido el estallido social que na-
die había previsto. Los editoriales de los periódicos se pregunta-
ban cómo era posible que no lo hubiesen visto venir. Los sectores
progresistas en el gobierno tenían miedo de que en una sociedad
desvertebrada, el desorden desembocase en una suerte de esta-
do fallido manejado por mafias y cárteles de diferente tipo. Pero
no fue eso lo que sucedió. La gente se articuló en asambleas y
cabildos barriales o municipales y empezó a hablar.
Mirando el cuaderno que escribí durante aquel viaje, encuen-
tro lo que me dijo una mujer de Buin, cerca de Santiago de Chile,
cuando hablaba de la represión del estallido: «Se está haciendo
una deconstrucción a palos de lo que nos enseñaron que era la
calidad de vida». Se produjo un movimiento inesperado de en-
cuentro, cooperación, lucha y reconstrucción. Emergió la convic-
ción de que hacerse cargo unos de otros era imprescindible y de
que es imposible garantizar vejez ni juventud digna si no se cons-
truye colectivamente.
Lo que los sectores progresistas en el Gobierno consideraban
posible en Chile estaba tan separado de lo que era necesario, que
la gente se arremangó para construir un nuevo marco que hiciera
que vivir con dignidad fuese una posibilidad.
Esa explosión comunitaria no surgió de la nada, sino que se
condensó alrededor de pequeños coágulos de encuentro y orga-
nización previos. La lucha por las pensiones dignas, la rebelión
contra los peajes de pago, la resistencia en las zonas de sacrificio,
las violencias machistas, el colonialismo… De no haber existido
esos pequeños tumores dentro de la normalidad, hubiese sido
difícil articular un movimiento que en dos meses se atrevía a pro-
yectar un nuevo horizonte de deseo.
En septiembre se someterá a votación la nueva constitución, la
primera que piensa en cómo se puede organizar la vida en común
en un contexto de translimitación y cambio climático. Espero que
se apruebe, pero en cualquier caso el camino político está inicia-
do, y ha quedado demostrado que las personas en poco tiempo
son capaces de comprender, articularse y cambiar el marco polí-
tico en el que desean vivir.
Ojalá cuando lleguen los momentos convulsos a nuestras so-
ciedades –que llegarán– tengamos tantos núcleos de comuni-
dad y apoyo mutuo que permitan que sea más fácil que surjan
movimientos de cooperación y reconstrucción que dinámicas de
todos contra todos.
Hace mucho que decidí no perder ni un rato en pelearme con
aquellos de los que no me separa gran cosa. Me interesan los
debates teóricos solo si tienden lazos y se dejan permear por lo
que sucede en los territorios y en los cuerpos concretos y me
parecen absurdos y contraproducentes si su resultado es el de
establecer categorías estancas que solo aportan diferenciación
o atrincheramiento. La permanencia constante en la abstracción
es el privilegio de quienes no tienen la obligación de ocuparse de
lo concreto.
Con todo respeto, me atrevo a sugerir autocontención, humil-
dad y silencio en los momentos en los que solo podemos expresar
rabia o desprecio por la postura del otro, aunque se revista de la
consabida pátina de racionalidad o creamos saber cómo hay que
hacer las cosas. Recomendaría que de vez en cuando leamos del
tirón nuestros propios tuits de los últimos meses y revisemos si
hay coherencia entre las prioridades que definimos y a quién le
damos cera.
No olvidemos que, por el momento, a ninguno nos están salien-
do muy bien las cosas y que las lecciones que damos desde todas
las partes no están avaladas por una práctica exitosa o ganadora
en términos de máximos. No caigamos en el error de pensar que
hemos ganado cuando perdemos menos que otros.
Hay tanto, tanto, por hacer que seguro que al menos parte del
camino lo podemos caminar con otros diferentes y, si no es así,
no pasa nada porque esos caminos sean paralelos. No hay que
estar de acuerdo en todo. Por mi parte, nunca sola, decidí hace
tiempo dedicarme a tiempo completo a esa reconstrucción, en
los movimientos en los que participo, en la relación con las per-
sonas que quiero, en la cooperativa en la que trabajo. Tengo la
suerte de tener una fuente de sentido vital inagotable. Me siento
fuerte y tengo alegría. La cuido, porque creo que no nos podemos
permitir perderla.
Uno de esos espacios desde los que intentar crear un marco
en el que no haya que escoger entre matar o morir, desde el que
hacer que lo posible y lo necesario se acerquen, es el de la Revis-
ta Contexto. Y agradezco poder estar aquí.


Un fuerte abrazo.

FUENTE: https://www.noeslomismo.org/2022/08/yayo-herrero-contra-el-capitalismo-del.html?m=1

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